Lo que hay detrás de un tomate con el color modificado
Los cultivos transgénicos llevan despertando encendidas polémicas desde el inicio de su comercialización, a mediados de los noventa. Los desencuentros entre sus defensores y detractores son casi siempre furibundos, y suelen incluir acusaciones de manipular los estudios científicos. Mientras en Estados Unidos los primeros han tenido más éxito, y los organismos modificados genéticamente salen al mercado con relativa facilidad, en la Unión Europea han encontrado fuerte rechazo con constantes debates, regulaciones y prohibiciones en los ámbitos nacional y comunitario. En la práctica, solo un maíz transgénico, modificado por la multinacional Monsantopara combatir la peste del taladro del maíz, ha conseguido traspasar la normativa comunitaria: España acumula el 95% de la superficie cultivada de esta variedad en la UE. Pero ahora, los alimentos editados abren un nuevo área de debate.
Los conocidos como transgénicos son aquellos organismos a los que se ha añadido material genético externo o extraño para conseguir cambios de forma o de color, o resistencia a ciertas bacterias o insectos. Esos nuevos genes vienen de otros organismos o salen de un laboratorio. Por contra, con la edición del genoma —por ejemplo, a través del sistema CRISPR— no se introduce ADN extraño: simplemente se modifican las características del propio. Ya hay tomates cuyo color, tamaño y duración han sido editados, o trigos resistentes a la roya. En Estados Unidos ya se pueden vender champiñones en los que se ha desactivado el gen que hace que se tornen marrones, o una variedad de camelinaque produce más aceite. Las setas aún no han salido al mercado por temor a las reticencias de los consumidores, pero al no incluir ADN extraño están autorizados a hacerlo sin necesidad de pasar por los controles que sí requieren los transgénicos.
Esta proliferación de cultivos editados reclama una nueva regulación lógica, según defienden expertos como Jennifer Kuzma, de la Universidad de Carolina del Norte. La evidencia científica disponible hasta el momento establece que no hay riesgo en el consumo de alimentos transgénicos por humanos: pese a más de dos décadas, no hay indicios de alergias o enfermedades provocadas por estos. Tampoco se han registrado hasta ahora casos en los que cultivos modificados hayan contaminado a sus parientes silvestres. Aun así, Kuzma aboga por tener en cuenta las preocupaciones de los ciudadanos a la hora de legislar. “En la práctica, a la hora de regular es imposible basarse totalmente en la ciencia”, apunta. “Cualquier evaluación de riesgos y seguridad implica juicios de valor”, argumenta.
Mientras Washington ha dado el visto bueno y Bruselas reflexiona sobre qué hacer, países como Nueva Zelanda han dicho que no: que cualquier organismo editado es equivalente a un transgénico y, por tanto, está prohibido. La decisión de la UE —como la de EE UU— es importante porque como poderoso bloque exportador de comida (101.000 millones de euros en 2016), marca las condiciones a muchos países en desarrollo que la exportan.
“Los países en desarrollo no han sido tenidos en cuenta en el debate sobre los transgénicos”, apunta Chike Mba, experto en Biotecnología de la FAO (agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura). “Y si necesitamos producir más comida en un ambiente y un clima cambiantes, estamos obligados a explorar todas las opciones, también ahora la de la edición genética”, señala.
Los partidarios de aprovechar estas opciones hablan ya de generar variedades que aguanten inundaciones. O que resistan, por ejemplo, las sequías que azotan el Este y el Sur de África. La edición, a priori, elude muchas de las pegas que se ponían a los transgénicos. Pero hay otro nudo en este tema. “Todo el debate ha entrado en conflicto con la discusión sobre el papel de las multinacionales agrícolas”, apunta Mba.
Otras preocupaciones expresadas habitualmente por asociaciones de agricultores de todo el mundo contra la ingeniería genética en general radican en el uso que las grandes multinacionales de semillas (como la propia Bayer-Monsanto) pueden hacer de una tecnología en la que son quienes más invierten y que, por tanto, prácticamente controlan. Organizaciones como la Vía Campesinadenuncian entre otras cosas que con estos cultivos se empuja a comprar otros productos de las mismas empresas, como pesticidas o fertilizantes, generando así una dependencia por parte de los productores de comida.
“Quizá sea hora de que los Gobiernos den un paso al frente e inviertan en investigación y formación para que no sean las grandes compañías las únicas que lo hagan”, opina Mba. Porque, admite, estas se centran en variedades comerciales y en optimizar sus beneficios. Y es poco probable que en mejorar cultivos como la yuca o el taro, que son los que realmente sirven a los pequeños productores y a quienes más riesgo tienen de pasar hambre.
FUENTE: https://elpais.com/elpais/2018/04/02/planeta_futuro/1522651710_724753.html