EL INTERNET DE LAS PLANTAS
El director de cine James Cameron imaginó que en la luna Pandora del planeta Polifemo –el escenario en el que transcurre la acción de la película Avatar– todos los organismos estaban conectados. En una escena de la cinta, la doctora Grace Augustine (interpretada por Sigourney Weaver) advierte al marine y protagonista de que en este satélite natural los recursos se gestionan gracias a «algún tipo de comunicación electroquímica entre las raíces de los árboles».
El alegato ecologista de este filme, estrenado en 2009, recogía la idea principal de Suzanne Simard, científica en la Universidad de Columbia Británica en Vancouver (Canadá), que en 1997 publicó parte de su tesis doctoral en la revista ‘Nature’ sobre cómo las plantas interactúan entre sí. Según sus estudios, los bosques se convierten en complejos sistemas donde las especies intercambian nutrientes, envían señales de alerta y se relacionan con el medio con mayor o menor éxito.
«A través de isótopos de carbono radiactivos determiné cómo en los bosques canadienses varios ejemplares de abedul y abetos de Douglas estaban utilizando una red subterránea para interactuar entre sí», señala Simard.
En simbiosis
Su premisa es que las responsables de esta colaboración son las redes de micorrizas, es decir, la simbiosis entre los hongos y las raíces de las plantas. Esta conexión, que también se conoce como la red de Hartig, permite el intercambio de nutrientes, agua y carbono.
«La mayoría de los sistemas vegetales crecen sobre esta asociación simbiótica en la que el hongo suministra a la planta compuestos inorgánicos como nitrógeno o fósforo que esta necesita para nutrirse y crecer, y la planta aporta al hongo azúcares resultantes de la fotosíntesis», explica la científica sobre estas redes, que por la semejanza con los nodos de internet algunos investigadores han llamado el internet de las plantas.
A pesar de la aceptación por parte de toda la comunidad científica sobre la relevancia de las interacciones que se dan en las micorrizas, la controversia comienza cuando Simard se refiere a estas conexiones como ‘sabiduría del bosque’. Por ello, otros investigadores han arrojado luz a este entramado de ‘tuberías’ subterráneas de raíces e hifas (filamentos cilíndricos del cuerpo de los hongos), que puede llegar a ser kilométrico y aparece en todos los sistemas climáticos.
Árboles que intercambian carbono
En este sentido, un estudio publicado en ‘Science’ demostró, tras cinco años de investigación, que algunos ejemplares de abeto europeo con más de 120 años de antigüedad en los bosques suizos traspasaban carbono a otros árboles, tanto a sus semejantes como a los de especies distintas.
«Fue una sorpresa encontrar transferencia interespecífica. Hasta ahora solo se había reflejado esto en plántulas, pero no en ejemplares adultos», afirma Tamir Klein, geoquímico de la Universidad de Basilea (Suiza) y autor principal del trabajo, para quien al principio sus resultados fueron fruto de un error de cálculo.
Para comprobarlo, Klein bajó de la grúa de 12 metros de altura desde la que previamente había regado las copas de los árboles con una red de tubos en los que inyectó carbono-13, un tipo de elemento más denso que el que se encuentra normalmente en el aire. «Esto nos permitió distinguirlo del material habitual y rastrear su transferencia desde las hojas, donde se realizaba la fotosíntesis, hasta que se transportaba a las ramas, los tallos y las raíces finas de los otros árboles», detalla.
Ya en el suelo, verificó en la red de micorrizas que el isótopo etiquetado había viajado desde el ejemplar marcado hasta los árboles más próximos de especies diferentes. «Esto es muy relevante ya que nos permite comprender que un bosque es más que una colección de árboles individuales. Ya no solo compiten por los recursos, sino que los comparten. Actúan de forma colectiva», asevera el experto.
En estos mismos bosques, el ecólogo Kevin Beiler, investigador en la Universidad de Eberswalde (Alemania) y discípulo de Simard, mapeó los vínculos entre las especies de micorrizas en un bosque y los abetos de Douglas (Pseudotsuga menziesi) a través de sus conexiones genéticas.
Los resultados de este primer muestreo, publicados en el ‘Journal of Ecology’, desbordaron al investigador, que observó cómo las raíces de cada abeto de Douglas estaban unidas a probablemente «más de 1.000 especies de hongos micorrícicos», comenta.
«Descubrí que los árboles más longevos eran los que presentaban más conexiones, mientras que los ejemplares más jóvenes no estaban tan vinculados el resto del bosque», concreta el científico alemán, uno de los primeros en acuñar el término ‘Internet de las plantas’ (Wood Wide Web) a esta red de micorrizas con un estudio en ‘New Phytologist’.
Las redes que conectan los árboles de un bosque y las especies de micorrizas, similares a las que utilizamos en el wifi de casa, corren el peligro de ‘desconectarse’ ante las talas masivas de árboles. Pero ante otras amenazas, como el aumento de las emisiones de dióxido de carbono, las ‘tuberías’ que conectan los árboles desempeñan un papel esencial, sobre todo teniendo en cuenta que los bosques absorben cerca del 30% de estas emisiones.
Un equipo multidisciplinar de científicos, que contó con la colaboración del biólogo español César Terrer, del Imperial College de Londres, revisó en ‘Science’ 83 estudios sobre la capacidad de fertilización que tenían los grandes ecosistemas vegetales relacionados con el aumento de CO2atmosférico.
«Buena parte de los artículos se contradecían, pero encontramos un punto en común: el factor limitante del nitrógeno», señala Terrer. Aquí entraron en juego un tipo de micorrizas especiales, las ectomicorrizas, que son hifas de ‘fungi’ asociadas a especies de coníferas como las de bosques boreales o regiones alpinas, similares a los abedules o pinos que se han citado en el resto de investigaciones del artículo.
«Las ectomicorrizas tienen unas enzimas especiales que permiten a las plantas acceder al nitrógeno inorgánico del suelo, producido por bacterias y microorganismos, a cambio de carbohidratos que los vegetales producen en la fotosíntesis. Así, los árboles pueden aprovechar el efecto de fertilización del carbono y, a la par que crecen y se reproducen rápidamente, absorben una mayor cantidad de CO2 atmosférico», dice, para quien esta capacidad no depende solo de la presencia de nitrógeno en los suelos, sino de la vinculación de los vegetales con este tipo de hongos.
En otro estudio de ‘Science’, publicado el pasado mes de enero, el científico de la Universidad de Columbia Británica Jonathan A. Bennett estudió las relaciones de 55 especies de árboles de Norteamérica y confirmó su hipótesis: cerca de un ejemplar anciano, las redes de ectomicorrizas eran más espesas. «Estas generan una especie de vaina alrededor de cada semilla, una especie de armadura con la que los hongos protegen a las pequeñas raíces de las plántulas de agentes patógenos», afirma.
El ‘mercado’ entre plantas y hongos
Sin embargo, a pesar de la importancia de las redes que unen a plantas y hongos, los científicos aún no tienen claro cómo se regula el comercio de nutrientes entre ellos. Para Marcel van der Heijden, ecólogo de la Universidad de Utrecht (Holanda), no se trata de transferencias mutualistas, es decir, que beneficien a ambos participantes por igual, ni está claro qué especie domina los intercambios. El experto sugiere una perspectiva similar a la económica, en la que los hongos proporcionarían más nutrientes a las plantas que a su vez les proveen de más carbono.
«En nuestra revisión de estudios sobre micorrizas arbusculares concluimos que tanto las plantas como los hongos pueden regular la entrega de recursos y favorecer a unos u otros simbiontes», apunta Van der Heijden en un estudio publicado en ‘Nature Plants’. «En la simbiosis no solo se intercambia carbono por fósforo o nitrógeno, sino que los hongos también aportan a las plantas otros nutrientes como cobre, hierro o zinc, y compuestos químicos para resistir a situaciones de estrés, como el ataque de patógenos o las sequías», asevera el científico.
Pero no toda la comunidad científica termina de ponerse de acuerdo sobre las últimas interacciones que indica el holandés. La idea de que las plantas son capaces de enviar señales de alarma o de ayuda a sus semejantes, defendidas entre otros, por Suzanne Simard, genera muchas dudas. Sin embargo, hay estudios que apuntan hacia esto.
Señales de alarma
Uno de ellos es el publicado en ‘Frontiers in Plant Science’ por Ren Sen Zeng, ingeniero agrónomo de la Universidad Agrícola de Fujian, en China. El equipo de Zeng cultivó pares de plantas de tomate en macetas. En algunas muestras se permitió que los vegetales formaran redes micorrízicas, mientras que en otras limitó esta simbiosis.
Los ejemplares que estaban unidos a una red micorrícica mostraron resistencia ante el hongo Alternaria solani, que ocasiona la enfermedad del tizón en los cultivos, siendo menos propensos a enfermar.
Otra investigación similar a la de Zeng es la que realizó un equipo de científicos de la Universidad de Aberdeen, liderados por David Johnson. Para su estudio, publicado en ‘Insights & Perspectives’, se seleccionaron habas, plantas que también se asocian entre sí con redes de hongos arbusculares.
«Las que estaban conectadas a través de los micelios excretaron defensas químicas contra los áfidos (especies de insectos cuyas plagas son una amenaza para los cultivos agrícolas, forestales y la jardinería), mientras que las que no estaban conectadas no pudieron reaccionar», apunta Jhonson.
Así, los bosques actúan como un organismo, una enorme estructura que se articula bajo el suelo a través de una red en la que interactúa un destacado elenco de actores invisibles al ojo humano, pero que pueden determinar el futuro del clima. Comprender su funcionamiento es el desafío al que se enfrenta aún la ciencia.
Las especies vegetales no solo reciben estímulos a través de sus raíces. «Se ha podido comprobar que las plantas detectan compuestos orgánicos volátiles (COV) con receptores químicos en sus hojas, que a su vez transmiten señales que acaban dando lugar a cambios en la expresión génica», señala desde EcuadorJosep Peñuelas, investigador del CSIC en el Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales (CREAF). «Las plantas y demás organismos a través de la evolución han desarrollado una especie de lenguaje, vías bioquímicas, que han utilizado para comunicarse y actuar en consecuencia del mensaje recibido», señala el científico, que pone como ejemplo la variación de las emisiones de estos compuestos, cuando se rocía la planta con antibióticos.
Peñuelas destaca como interacciones más evidentes las que provocan el intercambio de CO2 y agua. «Pero las emisiones de COV se dan por centenares con implicaciones ambientales sin las que no se entiende el funcionamiento general de la biosfera», añade. Ejemplo de esto es la polinización de las flores, cuyos tejidos emiten estos compuestos para llamar la atención de los insectos que transportarán su polen.