UNA BOMBA DE AGUA Y UN MOLINILLO

Adoum Fourtey, el gobernador de la región del Lago, en Chad, no termina la frase. “Si las lluvias son buenas, la situación podría aliviarse un poco. Si son malas…”. Las lluvias. Siempre las lluvias. Entre mayo y octubre, todas las miradas se dirigen al cielo en los alrededores del lago Chad (y en tantas otras regiones del mundo). El agua que caiga será la que determine la cosecha de ese año. Y la cosecha, la que marque cuánto se come. O directamente, si se come. Una realidad cruel en un mundo en el que el hombre ha conseguido reducir enormemente su dependencia de la volatilidad del clima. Pero esa capacidad es aún un privilegio del mundo desarrollado, lejos del alcance de los más de 30 millones de personas que habitan la cuenca de esta enorme masa de agua bajo el desierto del Sáhara.

El agua les rodea por todas partes y la tierra arenosa, enriquecida por las constantes crecidas y retiradas del lago, es fértil para el cultivo. Y sin embargo, la última estimación de la FAO (la agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura) estimaba que más de siete millones de personas de esta área dividida entre Chad, Níger, Nigeria y Camerún no tienen asegurado el alimento y más de medio millón de niños sufren malnutrición severa. La hambruna acecha y, por si fuera poco, la violencia del grupo yihadista Boko Haram ha obligado a cerca de 2,3 millones de personas (la segunda mayor crisis de desplazados del planeta) a dejar sus hogares para ponerse a salvo en otras zonas de la región, como la parte chadiana del lago. Toda la cuenca, olvidada durante décadas por los Estados que la dividen, ha conseguido en los últimos meses algún hueco en los titulares por el conflicto. Aquí, sin embargo, la solidaridad no entiende de cuotas ni barreras, y tres de cada cuatro desplazados viven integrados con las comunidades de acogida.

En un pedazo de tierra cercado con arbustos, varias decenas de kilos de tomates y okras —un vegetal con un engañoso parecido al pimiento verde— reposan sobre una estera. El terreno está bajo la sombra de un árbol, a casi una hora en coche esquivando dunas desde Bol, la capital de la región del Lago. Lo único que rompe un silencio casi absoluto es el zumbido de un motor. Pero a Hadje Gombo, ese ruido le encanta. Para ella, ese es ahora el sonido del agua. “Lo que me gustaría es oírlo más fuerte, porque necesitamos otra motobomba”, dice esta madre de tres hijos, a la que otras 13 mujeres han elegido “presidenta” de su asociación agrícola.

A veces romper el círculo vicioso es tan (relativamente) fácil como llevar una bomba de agua y un molinillo motorizados. Es el caso de Gombo y sus compañeras de huerto, que llegan y se ponen a repartirse los frutos. Son un grupo multiétnico que ha venido a los alrededores de Bol desde otras zonas del lago donde los enfrentamientos les ponían en riesgo. La mayoría son mujeres de maridos polígamos, y la media de personas por hogar se cifra entre los cinco y los 10. “Si a la enorme vulnerabilidad de la zona se le suma un número tan grande de desplazados, hace falta realmente mucho apoyo”, resume Mohamadou Mansour, representante de la FAO en Chad.

Las agencias internacionales y ONG se apresuran a llevar alimentos o repartir bonos o dinero para comprarlos y paliar la escasez. El Programa Mundial de Alimentos estima que serán necesarios al menos unos 230 millones de euros en ayuda alimentaria hasta agosto. Con la actividad pesquera restringida por la acción de Boko Haram, los agricultores que ya estaban y los que acaban de llegar miran al cielo con esperanza mientras se preparan para plantar maíz, mijo o legumbres.

Pero Hadje Gombo y sus compañeras siguen recogiendo tomates y okra, en unas tierras que la comunidad local les ha cedido a cambio de un precio razonable. “Si todo sigue así, lo terminaremos de pagar en un año”, explica la presidenta mientras un hombre, que les ayuda con las tareas más engorrosas, se asegura de que el agua riegue todo el terreno. La FAO, con fondos de la cooperación sueca, les ha proporcionado las semillas, la bomba de agua y el molinillo con el que después de secar los vegetales al solo los trituran para que duren más tiempo. También ha ayudado a las mujeres a organizarse y les ha formado en técnicas como la elaboración de fertilizantes y pesticidas a base de plantas. Y también les han dado semillas de los cultivos que dependen de la lluvia.

Gombo coloca los tomates sobre una fuente y, haciendo grupos con ellos, consigue explicar que tres de cada 10 los usan para alimentarse ellos y sus familias. “Los niños están mucho más sanos desde que comen estas cosas”, asegura. Otros tres los secan y machacan para poder conservarlos y venderlos más adelante. Y los cuatro restantes, los venden frescos en el mercado. “Aunque necesitaríamos un burro para ir hasta allí”, se queja. Los carros se quedan atascados en la arena que cubre toda la zona, y a pie tardan tres horas en ir y tres en volver hasta Mélia, el puesto de compra y venta más cercano.

“Ese extra de comida producida por ellos y de ingresos es una ayuda importantísima que puede marcar la diferencia”, opina el gobernador Fourtey. Que los recién llegados puedan empezar a construir su autosuficiencia es un primer paso para que no se multipliquen exponencialmente las urgencias estructurales de la región, ni se agoten sus recursos naturales. Pero el reto, acepta el representante de la FAO, es extender este tipo de proyectos a toda la población para multiplicar el número de beneficiarios. Hasta ahora, con un presupuesto de unos 325.000 euros, se ha llegado a cerca de 1.000 hogares (menos de 55 euros por beneficiario). “Estas actuaciones fomentan el desarrollo y previenen las crisis alimentarias en lugar de solamente paliarlas”, defiende Mansour.

“Si no hubiéramos tenido esta ayuda, no nos habría quedado más remedio que vivir de los bosques”, dice Gombo, refiriéndose a recoger madera y otros arbustos para venderlos como leña o material de construcción. “En esta zona ya no quedaría nada”, calcula señalando los frondosos árboles que rodean el huerto.

Ahora, con los ingresos que han obtenido, podrán pagar medicinas, y comprar materiales para mejorar sus nuevos hogares. La lluvia es básica para una buena cosecha, pero puede arrasar las frágiles cabañas de madera en las que se han instalado tras escapar del horror. “Nosotros nos queremos quedar aquí y seguir trabajando esta tierra. Allí no nos queda nada”, explica Gombo ante la aprobación de sus compañeras.

Por eso, mientras hacen sus cuentas de la lechera con los ingresos que han conseguido ahorrar —más carburante, transporte para el mercado— siguen mirando al cielo. Aunque ahora lo ven un poco distinto. Que venga el agua, pero no demasiada. “Mejor, si acaso, una segunda bomba de riego”.

 

FUENTE: http://elpais.com/elpais/2017/05/04/planeta_futuro/1493889327_221598.html

 

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